El cerebro de Emilio Cifuentes necesita reflexión, pero sus piernas prefieren acción. ¿He dicho “sus piernas”? Quería decir “su pierna”. Su lista de aficiones es la de un viejo cualquiera: ver edificios en construcción, criticar a la juventud, rememorar el pasado… Pero no se detiene ahí, eso es de cobardes.
Emilio es un octogenario con mucha carretera, pero carretera en mal estado. Ha vivido todas las desgracias del siglo XX. Creció en una familia desestructurada. Llegó a Madrid con lo puesto. Pasó hambre. Sufrió una guerra civil. Perdió una pierna. Trabajó en oficios lastimosos. Tuvo que criar a siete u ocho hijos (ni él se acuerda de cuántos tiene). Pero nunca se quejó, sino que convirtió sus desdichas en oportunidades para enfrascarse en emocionantes batallas.
Emilio recela de los eufemismos. No le gusta que le llamen anciano, ni persona mayor, ni que digan que está en la segunda juventud ni en la tercera edad. Él es un viejo, y lo proclama orgulloso. Un viejo peculiar, que estudia albanés, vende fruta en la plaza, alterna con suicidas, planea homicidios… pero un viejo al fin y al cabo.
El contrapeso de Emilio es su esposa, Josefa Cuadrado. Es una mujer que, aparentemente, se adapta mejor a las convenciones sociales, pero que no tiene reparos en salirse del guión establecido: combina las aficiones de una viejecita entrañable con otras como la comida macrobiótica, los tratamientos estéticos radicales y los jovencitos musculosos.